Con pesadez en los pies se dirigió hacia la parada del camión. Los pocos pesos que había ganado durante esa mañana se los había gastado en comprar una bolsa de Doritos con chile y limón y un "chesco". Tenía que conseguir más dinero, pues.
Esperó pacientemente a que la fila de parroquianos que esperaban su camión en la parada de la 5ta y Pino Suárez subiera rápidamente al vehículo. Entonces, con un dejo de desesperanza, se acercó hacia la puerta de acceso y porfió con el chofer para que la dejara subir a trabajar.
Eran las 11:50 am. Porfirio Mendiola iba en su segunda corrida de ese día. Se había levantado tarde ese día, y sus ganancias no habían sido altas dado a que se había perdido la hora de entrada de las maquiladoras, que era cuando los tripulantes de su unidad de transporte público se triplicaban y con ello las utilidades de su trabajo como chofer de camión. Era un día caluroso, y la camisa amarilla que llevaba puesta ya estaba empapada de sudor, el cual no amainaba aunque llevaba un pequeño ventilador con motivos alusivos de las Águilas del América, enfocado directo hacia su persona. El pantalón de color café que complementaba su uniforme se sentía más apretado que de costumbre, lo cual Porfirio atribuyó a las seis tortillas de harina con barbacoa que se había almorzado hacía unas horas, o a los cartones que se recetaba cada fin de semana junto con los amigos viendo el fútbol.
Con una mueca de desgano, atendió a la petición de Lucila asintiendo con la cabeza, más a fuerza que de ganas, y disminuyó el volumen del estéreo, que en ese momento sintonizaba una estación de música popular, con una canción de Intocable.
Lucila sintió la boca más reseca que de costumbre. Se asió del tubo vertical de la unidad, que para ser día hábil iba bastante holgada de espacio. Todos los nuevos tripulantes habían hallado asiento. Sin que le tomaran demasiada atención, se pasó los dedos por la frente, y empezó a entonar una canción muy bonita. Una canción que le hablaba de que, aun en situaciones tan tristes y difíciles como la suya, cabia la esperanza.
Nadie parecía ponerle atención. Todo mundo, hasta Porfirio, quien podía verla con la ayuda del espejo retrovisor, iban clavados en sus propios asuntos. Casi enfrente de ella, una dama con gesto adusto y cara afilada, iba haciendo cuentas en su libreta rosada mientras mordía el extremo de su pluma fuente. A su lado, un estudiante con facha de "rojillo", sobretodo por la boina roja que portaba, dormía con la cabeza recargada en el cristal y los audífonos puestos. Más allá, dos adolescentes de falda de cuadros y suéter verde iban inmersas en su charla, mientras una joven a su lado iba admirando las protuberancias que adornaban su tez con ayuda de un pequeño espejo de bolsillo. Y así, el resto de los pasajeros iban uno en su celular, otro con la vista fija en el espectáculo de fuera del camión, no parecían ponerle demasiada atención. Pero ella no se inmutó. Con voz clara y cristalina, a la que unas cuantas clases de canto la pondrían al nivel de una profesional, seguía entonando las notas de la melodía, con la vista fija en la parte trasera del vehículo.
Su ensimismamiento en la interpretación no le permitió advertir que en efecto, alguien sí le ponía atención.
Josué salió de su casa esa mañana con el ánimo decaído. Otra vez los mismos problemas. Desde el momento en que decidió que su vida era la música, su padre había roto relaciones con él. Siempre le esgrimía los mismos reproches. No importaba que le hubiera cumplido, entregándole su título como ingeniero, a su padre nunca le parecería ese estilo de vida tan "sin sentido". No importaba que la música fuese su pasión, y que sus habilidades al tocar la guitarra fuesen altamente elogiadas por sus maestros, nunca iba a llenar las expectativas de su padre.
Su madre había muerto cuando era más joven, y le había prometido en su lecho de muerte que haría sólo lo que lo hiciera en verdad feliz. Y tocar la guitarra en verdad lo hacía.
Sumido iba en esos pensamientos en camino hacia sus clases, cuando empezó a escuchar la voz más melodiosa que había escuchado. Giró la cabeza del cristal, para descubrir a una figura espigada, vestida humildemente, que entonaba una canción de modo animoso, sin importarle si la gente la escuchaba o no.
La escuchó atento, con una sonrisa incipiente en los labios, y en los ojos un brillo inusual. Hay momentos en la vida en que algo causa que nos mantengamos suspendidos entre el presente y el porvenir. Donde dejamos que la mente vuele a rienda suelta, y las ilusiones nos invadan sin control alguno, navegamos indefensos entre anhelos dormidos. Donde cualquier expresión de los sentidos es válida para entrar en conexión con otro ser, aun cuando ni siquiera imaginemos los obstáculos que tengamos que afrontar para hacer ese amor verdadero.
Lucila terminó su canción. Con la misma tímida sonrisa que siempre esbozaba al terminar de cantar, se percató de la tierna mirada que insistente Josué le dirigía, mezcla de admiración y encanto. Sin atreverse siquiera a aproximarse hacia él, solamente solicitó ayuda en las filas cercanas, y con tres pesos en la mano, se bajó apresuradamente del camión, que había hecho una parada en la Alameda para recoger más parroquianos ávidos de transportarse hacia otro sector de la ciudad. Sin embargo, no advirtió que Josué, como hipnotizado, se levantó inmediatamente y se acercó también a la salida.